Los padres franciscanos invitados a la parroquia para hablar de la apertura del nuevo seminario de Lvov (Polonia) despertaron la vocación de Maximiliano, que con tan solo doce años decidió tomar ese camino junto con su hermano Francisco.

Después de un breve espacio de tiempo, los hermanos sufrieron una fuerte crisis interior. Maximiliano entendió que lo mejor era dejar el seminario, y así se lo hizo saber a su hermano. Este tomó la misma determinación. Se habían decidido por la carrera militar. Así, un día antes de comenzar el noviciado, el 3 de septiembre de 1910, se disponen a comunicar su decisión al ministro provincial, pero en ese momento suena la campanilla del recibidor: es Maria Dabrowka, su madre, que viene, como otras veces, a visitar a sus hijos. Sin saber nada de todo aquello, ella les cuenta con gran ilusión que José, el hermano pequeño, también va a ingresar en la orden franciscana. Aquella visita disipa sus dudas. Al día siguiente, ambos hermanos reciben el hábito negro conventual. Es entonces cuando adopta el nombre de fray Maximiliano María, y emite su profesión simple bajo la regla de San Francisco con diecisiete años de edad.

A partir de ese momento, Maximiliano no tendrá más dudas, y con los años escribirá a su madre estas palabras, recordando el acontecimiento que salvó su vocación: «La providencia, en su infinita misericordia, por medio de la Inmaculada, te envió a nosotros en aquel crítico momento. Han pasado ya nueve años desde aquel día, y pienso en ello con temor y gratitud hacia la Inmaculada. ¿Qué habría sido de nosotros sin su mano maternal?».

Dios nos sostiene a cada instante, lo sepamos o no. Señor enséñame descubrir tu presencia silenciosa en el acontecer de mi vida.

El año 1912, nuestro protagonista es enviado a Roma. Es un alumno brillante y la orden franciscana le pide que complete exigentes estudios. Pasa siete años en la ciudad eterna, donde aprendió la universalidad de la Iglesia y creció muy cerca del Romano Pontífice. Cuando vuelve a su Polonia natal lo hace lleno de fuerza y energía. Está muy ilusionado con hacer muchas cosas por Dios y por su país. En 1922 comienza una publicación que llegará a tener mucha fama: su intención es forrar el mundo entero de papel impreso para devolver a las almas la alegría de vivir.

El padre Kolbe no para: confiesa, promueve las vocaciones, extiende su revista por todo el mundo… Su fama traspasa las fronteras de Polonia, pero él sabe que aquello no durará mucho. La tensión en Europa es patente. Corre el año 1938; la guerra mundial está cerca y Maximiliano advierte a sus hermanos: «Hijos míos, sabed que un conflicto terrible se avecina». Les habla del martirio, de la necesidad de perseverar en el amor a Cristo hasta el final y de no tener miedo a perder la vida con tal de conservar la fe…Tres días antes del estallido del conflicto, les escribe: «Trabajar, sufrir y morir heroicamente, y no como un burgués en la propia cama. Recibir una bala en la cabeza para sellar nuestro amor a la Inmaculada. Derramar valientemente la sangre hasta la última gota, para acelerar la conquista de todo el mundo para Ella. Esto os deseo y me deseo a mí mismo. Nada más sublime puedo augurarme y desearos. Jesús mismo lo dijo: no hay amor más grande que dar la vida por el propio amigo».

Los nazis invaden Polonia en muy poco tiempo. Pronto destruyen la obra del padre Kolbe y encierran a todos los hermanos franciscanos en diversos campos de concentración. En mayo de 1941, san Maximiliano es conducido a Auschwitz, donde le corresponde el trabajo de acarrear materiales para la construcción de un muro.

Era de todos sabido: si un prisionero escapaba, los mandos del campo debían seleccionar a otros diez para darles muerte. Así ninguno tendría la tentación de huir… Con todo, el 3 de agosto de ese mismo año cunde la noticia de que uno de los prisioneros se ha fugado. Maximiliano y su grupo son sacados a empellones de su barracón: les hacen formar. El oficial pasa a lo largo de la fila y, al azar, ordena salir de la hilera a los destinados a morir. ¡Este! ¡Ese!; grita a los condenados que miran al suelo, dan un paso al frente y comienzan a descalzarse.

Se oye un grito de dolor: Dios mío, tengo mujer e hijos, ¿quién los va a cuidar? Es el sargento Franciszek Gajowniczek, que llora desesperado. El corazón de muchos presos se estremece, pero Kolbe da un paso más: sale de la fila, se quita la gorra y se planta delante del comandante. Soy un sacerdote católico polaco, estoy ya viejo. Querría ocupar el puesto de ese hombre que tiene mujer e hijos.

Estupor en la tropa. Miradas intercambiadas: ¿Qué hace este? El comandante mira al superior, que asiente. Gajowniczek vuelve a la fila y Kolbe se incorpora al grupo de los condenados.

Padecieron una sed y un hambre terribles en el búnker de la muerte, siendo finalmente rematados por una inyección letal. Su sepulturero confiesa no haber podido presenciarlo: “Un día (14 de agosto) ordenaron venir al búnker al jefe de la sala de los enfermos, un alemán, el criminal y delincuente Boch, el cual puso en el brazo izquierdo de los que aún vivían una inyección intravenosa de ácido fénico. El padre Kolbe, con la oración en los labios, tendió su brazo al verdugo. Yo no pude resistir. Mis ojos se negaron a mirar y balbuciendo una excusa escapé. Una vez que partieron los guardias con el verdugo, regresé a la celda. Encontré al padre Kolbe sentado, con la espalda apoyada en el muro. Tenía los ojos abiertos y la cabeza ligeramente inclinada del lado izquierdo (era su postura habitual). Su rostro, sereno y bello, estaba radiante. Así murió el sacerdote, el héroe del campo de Oswiecim, ofreciendo espontáneamente su vida por un padre de familia, en paz y silencio, orando hasta el postrer momento. La dulzura y la obediencia a sus asesinos fue el contraste entre el bien y el mal demasiado evidente para ser contemplado.

En 1982, Juan Pablo II canonizó a san Maximiliano. Entre los que asistían a la hermosa ceremonia, un testigo excepcional de la vida del santo: un anciano sargento del ejército polaco que cuarenta y un años antes había salvado su vida milagrosamente en el campo de concentración de Auschwitz por la entrega de aquel hombre.

Aprovecha el silencio de tu oración para meditar sobre la providencia de Dios en nuestras vidas y por el sentido del sacrificio de Cristo que ocupa nuestro puesto.